Nos prometieron un sacrificio breve a cambio de un futuro luminoso. El famoso “un año de dolor para después despegar”. Pero noviembre llegó con otra escena: actividad planchada, sueldos desnutridos, jubilaciones deshidratadas, changas que desaparecen, trabajo que falta y un clima social que ya no es de resiliencia sino pura supervivencia. Lo que se anunció como disciplina terminó siendo desgaste.
Por Diego René Martín

Tras el rebote del invierno pasado, la economía volvió a frenarse. El Estimador mensual de actividad económica (EMAE) muestra que en agosto ya estábamos por debajo de diciembre. El “ajuste heroico” no generó expansión; generó parálisis. Las fábricas sienten el freno, los comercios cuentan monedas y el interior productivo, se volvió la primera víctima de un modelo que confunde teoría con realidad. Mucha tablita de Excel, poco face-to-face.
El mercado laboral condensa la paradoja. El desempleo formal no explota porque la informalidad hace el trabajo sucio. Más de 200.000 empleos formales desaparecieron desde el 10 de diciembre de 2023. La mitad del país trabaja sin derechos y la otra mitad reza para conservarlos. ¡Libertad!

En este punto, la dinámica social pesa más que cualquier PowerPoint económico. Zeynep Tufekci, una socióloga, escritora y académica turco-estadounidense, especializada en cómo la tecnología, las redes sociales y los algoritmos impactan en la sociedad, la política y el comportamiento colectivo; dice que los seres humanos existen en grupos sociales y dependen de señales sociales para que el grupo funcione; señales que son simbólicas y parecen inofensivas, pero que en esencia se encuentran entre las dinámicas más poderosas de una sociedad humana. Vos y yo coincidimos.
Hoy esas señales no son de orden ni de rumbo: son de miedo, pérdida e incertidumbre. Cuando la sociedad empieza a replegarse para sobrevivir, ningún modelo funciona como en el papel. La macro podrá enamorarse de sus números, pero la gente responde a otra cosa: a la percepción de riesgo. Y esa percepción, hoy, es total.

Los salarios cuentan la misma historia. El mínimo perdió más de 30% real y los registrados están peor que hace un año. Los estatales, ni hablar. No es teoría económica: es la heladera vacía, la tarjeta para comprar fideos, el “pago el mínimo y veo el mes que viene” y «aguantáme con las expensas por favor». Ajuste silencioso pero brutal.
Los jubilados tampoco escaparon. Casi la mitad perdió poder adquisitivo. La mínima vale menos que en 2023. En un país que envejece, eso es una condena disfrazada de normalidad.

La desregulación de la yerba mate mostró la ingenuidad libertaria: la idea de que el mercado resolverá, por arte de magia, décadas de desigualdades territoriales. Eso no funciona. El productor, el tarefero, el secadero y la cooperativa no viven en un paper: viven en un sistema productivo frágil donde una mala señal destruye meses de trabajo y a la yerba hay que esperarla años para poder cosecharla.

El comercio misionero también siente el golpe: locales vacíos, contratos de alquiler que no se renuevan, ventas desplomadas y un diferencial cambiario que favorece a Brasil y Paraguay. Sin movimiento de guita no hay laburo. Y sin laburo, no hay economía que pueda respaldar discursos de eficiencia.
La construcción completa el cuadro. Obra pública nacional paralizada, puentes, autovías y hospitales sin terminar, escuelas sin ampliar, miles de albañiles sin trabajo, constructoras chicas y medianas que desaparecieron. Para el Gobierno nacional son “recortes”. Para Misiones, son vidas en pausa y angustia en cada cuadra.

En este escenario, las provincias tienen poco margen. No manejan moneda, no fijan tipo de cambio, no deciden jubilaciones ni salarios y encima le reclaman sobre impuestos provinciales cuando, solamente, el IVA se lleva el 21%.
Pero pueden amortiguar. Y Misiones lo hace. Ferias productivas, rondas de negocios, pavimento urbano, perforaciones de agua en colonias, articulación público-privada para que el dinero circule adentro y no se fugue a las fronteras. No es una solución: es gestión que permite aguantar. La gestión de un Estado que, aún con recursos limitados, entiende que gobernar es involucrarse.

El desafío sigue siendo enorme. Pero la resiliencia de las familias misioneras no puede usarse para justificar un modelo que castiga al interior productivo. La salida no va a surgir de más ajuste ni de slogans importados: va a llegar el día en que la macroeconomía vuelva a mirar al país real. Y ese cambio se va a construir desde provincias que, como Misiones, demuestran todos los días que gobernar no es repetir frases pegadizas a los gritos, sino defender la dignidad de su gente.
Porque al final, ese es el verdadero balance de este tiempo: mucha épica, poca calle.

