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Los diputados misioneros de la Renovación votaron en contra del veto de Milei al financiamiento universitario, como también al sostenimiento del Garrahan.

Con el respaldo de Oscar Herrera Ahuad y el liderazgo de Carlos Rovira; los legisladores misioneristas en la Cámara Baja: Alberto Arrúa, Yamila Ruiz, Carlos Fernández y Daniel Vancsik, defendieron la educación pública y la autonomía universitaria, además del sostenimiento del Hospital Garrahan.

Desde Misiones, enviaron un mensaje claro: la educación es prioridad, es futuro y es motor de oportunidades para los jóvenes argentinos, como lo es la atención a la salud, de todos los niños del país.

El traje del poder no es de seda ni de lana, es invisible y lo viste el pueblo. Nadie lo cose para sí mismo, nadie lo guarda en el placard de la eternidad. Es prestado y, cuando el tiempo de su dueño expira, vuelve a la multitud que lo otorgó.

Una vez, en días no tan lejanos, alguien dijo: “estoy huérfano de poder”. La frase atravesó como una espada que no sangra pero hiere. No se entendió al instante la hondura de esas palabras. Con el tiempo se descubrió que no era confesión, sino sentencia: el poder es un padre que adopta y luego abandona, que acaricia y luego empuja al abismo. Quien lo pierde queda huérfano, sin sustento, sin aura, sin eco.

El poder es ingrato. Te rodea de genuflexos mientras brilla, pero al extinguirse te abandona en la intemperie. Los que antes se inclinaban ante tu voz ahora sonríen de costado, con ese desdén que sólo conocen los que huelen la caída ajena.

Lo que ayer era obediencia se transforma en burla, lo que era respeto se vuelve silencio incómodo. El teléfono deja de sonar, las puertas que se abrían solas se cierran de golpe y, hasta los más cercanos descubren que ya no giran alrededor de tu eje, porque el centro del mundo se ha desplazado.

La orfandad del poder desnuda la fragilidad del hombre. El poderoso cree que lo que lo rodea es suyo: la pleitesía, los discursos, los símbolos, el vértigo del mando. Pero en verdad nunca le pertenecieron. Todo era reflejo, espejismo sostenido por los ojos de los otros. Cuando esas miradas se apartan, el poder se disuelve como sal en agua. Lo que queda es un hombre común, rodeado de rostros que ya no lo reconocen.

El poder es gloria, sí, pero también es destierro. Es el relámpago que ilumina un instante y luego deja la noche más oscura. Es efímero como la ceniza, cruel como la memoria. El que no comprende esta naturaleza transitoria termina siendo esclavo de un fantasma: se aferra al bastón de mando como si fuera báculo sagrado, sin advertir que ya no conduce, que solo adorna.

Hoy, en la Argentina, vemos desfilar ese cadáver político. El líder que creyó ser destino, que confundió providencia con voluntad propia, atraviesa la intemperie del desprecio. La historia es implacable: nadie es eterno, ni los que rugen ni los que sermonean. El poder lo otorga el pueblo y el pueblo lo arrebata. No hay grito, cadena nacional ni dogma económico que lo salve de esa condena.

La frase de aquel hombre resuena ahora como profecía cumplida: estoy huérfano de poder”. Y en esa orfandad se refleja el presente de Milei, aislado en su propio laberinto, rodeado de fisonomías sin rostro, sostenido apenas por la sombra de lo que creyó eterno. Su mayor derrota no será la pérdida del mando, sino la certeza de que nunca le perteneció.

El poder es eso: un traje invisible tejido por millones de manos. Quien lo viste debería recordar que no es dueño, apenas depositario. Y que un día —inesperado, inevitable— volverá al mismo lugar de donde vino: al pueblo que lo parió.

RMM

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